Comenzaba a pintear. Sobre las aguas del canal las ondas que formaban las goticas chocaban con cierto ritmo.

Al principio no le importó. El joven Esteban había enganchado de nuevo las mulas tras remontar la esclusa. Su cuerpo adolescente estaba sudoroso por la caminata y el frescor del agua celeste acertó a equilibrar su temperatura.

– ¡Vamos!, tira chaval. Cuando oyó la voz de su barquero comenzó a caminar de nuevo al frente de las bestias.

Ante ellos se presentaba un largo y monótono tramo. Un tramo que probablemente sería el último de la jornada; había escuchado arriba en la esclusa a su patrón comentar con el esclusero que probablemente y dada la carga, trataría de llegar hasta la siguiente y hacer allí la noche.

El tiro iba firme y sostenido por un par de mulas serias y con experiencia. La lluvia se animaba y tras suyo observó como por las frentes de los animales ya escurrían regueros de agua. Más atrás, en la barca, el patrón había desaparecido mientras que un espeso humo negro salía por la pequeña chimenea de la embarcación. Subía, corregía el rumbo y bajaba… Parecía que hoy tenía prisa por preparar la cena.

Esteban ya había realizado algunas subidas y bajadas por el Canal en otras embarcaciones —con otros barqueros—, además era hijo y nieto de barquero. Él sabía que en aquellas ocasiones, salvo fuerza mayor, el barquero daría el alto para que, tras asegurar los tiros, el mulero se cobijara junto a él en el pequeño camarote hasta escampar. Y esa era la orden que esperaba. Pero sabía también que este barquero era brusco, tozudo y prepotente sin que hasta el momento hubieran encontrado un punto de complicidad mutua en su labor.

Llovía más y más, y del color del cielo no era de esperar cambios. Se ajustó la boina para ver mejor al frente y siguió caminando.

No acertaba a explicarse la actitud de su patrón. Miró de nuevo hacia atrás y observó como en silencio y bajo un capote dirigía la barca. De nuevo miró hacia adelante. Su amor propio le impedía protestar o exigir.

Se había levantado un vientecillo matacabras y se quedaba frío. Apenas sentía su mano aterida que tiraba del ronzal  y en sus pies las alpargatas de esparto, caladas y llenas de lodo, ya no le sostenían bien su cuerpo

Sobre el Canal seguía la lluvia persistente.

Esteban tosía y caminaba sobre barros resbaladizos delante de dos mulas que también iban cansinas dando algún trompicón. Una esperpéntica y empapada reata.

Seguía lloviendo y Esteban ya no vio que tras otra legua caminada aparecía el apartadero de la nueva esclusa. Tampoco pudo escuchar a su patrón cuando le voceó: “¡Alto!, ¡para coño!”. Este tuvo que bajarse de la barca y sujetar a los animales.

– Anda, entra mamón, ahí queda algo de sopa. Ya encierro yo a las mulas y aseguro la barca. Yo me acerco al pueblo. Dicen que hay baile… si no lo ha jodido esta puta lluvia.

Esteban subió a la barca con dificultad. Se quitó lo que pudo y se tapó con lo que había. Junto a la cocinilla caliente tomó su ración templada y, tiritando, se acurrucó en su camastro con el pensamiento vacío. Allí durmió un último sueño que empalmó con el más profundo de la muerte.

Afuera escampaba cuando la luz abandonaba el lugar. Más allá, en la verbena, se escuchaba como en sordina el alegre compás de un pasodoble.

 

Y aquí, otra historia en blanco y negro del canal

 

Tamboriles y dulzaina en Tierra de Campos
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