Entre grises y cerrados enlaces de autopistas el río Arlanzón consigue entrar con dignidad en la ciudad de Burgos. Hoy nos animamos a pasearlo en un día gris de otoño en el que de vez en cuando, había que abrir el paraguas.

Lo recibimos en el hermoso paraje de Fuentes Blancas: el enorme parque que se extiende junto al río por el Sur, un laberinto de bosquetes, senderos y fuentes, en los que te sumes entre la deliciosa naturaleza y, si quieres, entre el arte, historia y misticismo que aporta la Cartuja de Miraflores sobre el altozano de los Pozancos que domina el valle.

El rio es retenido por antiguos azudes de molinos y papeleras que ya no están. El remanso ahora se aprovecha por cientos de anátidas que disfrutan de sus aguas.
A partir de aquí el río discurre más domesticado si cabe. Apenas tiene majanos, su cauce es constante y regulado por embalses aguas arriba y dos fuertes muros protegen las calles de eventuales crecidas. Muros que lo dejan discurrir entre un amplio cauce, limpio y de elegante galería que ahora nos obsequia con unos preciosos tonos dorados y una agradable lluvia de hojas secas sobre las que se disfrutan paseantes y corretean las mascotas.

El río llega después ceñido a la ciudad, los parques aledaños terminan y aparecen los monumentos, entre ellos el Museo de la Evolución Humana, un reciente edificio funcional que coloca a Burgos a la cabeza del mundo antropoarqueológico. Hacemos parada y visitamos a Miguelón, a Elvis y a Agamenón, admiramos también las bellas proporciones de Excalibur que incomprensiblemente no se llama Tizona o Colada, por ejemplo.

Frente al museo el Arlanzón recoge al río Vena. Precisamente el pequeño río que llega de Atapuerca, como si por el llegaran los tesoros arqueológicos que lo van colmatando.
La lluvia es muy fina, agradable tal vez. Seguimos bajando el río menudo que ahora cruza la ciudad vieja. El río es discreto, se esconde bajo el puente del San Pablo, donde el Cid y otros castellanos toman el protagonismo. Más tarde, bajo el de Santa María, desde aquí la vista de las agujas de la catedral lo quieren empequeñecer sin conseguirlo.

Lo dejamos para entrar a la catedral y saludar al Papamoscas, después San Felipe Neri y finalmente subimos hasta el mirador del Castillo. Desde allí apreciamos bien su valle y la gran cinta verde que dibuja a su paso por Burgos dotándola de sentido.

Abrimos el paraguas de nuevo y nos perdemos entre las calles animadas.
El Arlanzón sigue su camino, entre nuevos parques y barriadas. Finalmente abandona la ciudad hasta llegar a donde recoge al Ubierna. Juntos, vuelven a colarse entre más autopistas y, una vez liberados, corren a encontrarse con su Arlanza allá por Palenzuela.
