Villafáfila
Comienzo esta ruta en el pueblo zamorano de Villafáfila. Estamos en plena Tierra de Campos con la peculiaridad de que en esta parte se forman unos interesantes humedales salobres que hacen que hayan sido declarados Reserva Natural.
Nada más llegar aprovecho para visitar la Casa del Parque que la están abriendo. Doy un agradable paseo por un recreado escenario donde se intenta mostrar el significado y la triste evolución de nuestra comarca en unas charcas que se abastecen con agua de pozos.
Cuando salgo varios grupos de colegios disfrutan del entorno con el típico ambiente festivo de las excursiones. Un monitor, con cierta énfasis explica:
– «El conjunto del Parque tiene una extensión de más de 32.000 ha. A ver, ¿quién sabe lo que es una hectárea?» …. Veo que, al menos,una mano se levanta cuando abandono el sitio.
Hacia el Esla
Tras pasear por la localidad tomo el camino de las bodegas; como tantas cosas por aquí hundidas y abandonadas. Nada más subir la primera cuestecilla me encuentro ya en la estepa; los típicos campos de cereal se suceden en un día brillante, sin nubes y casi sin viento. Tomo dirección de Santovenia del Esla, el paisaje cambia suavemente, aparecen buenos latizales de pino y algunos robles y encinas se saltean entre los sembrados, nada parece indicar que haya salido de la comarca.
En Santovenia —que eligió llamarse de Esla— ya se notan algunos cambios. Las piedras de su caserío no son calizas; son oscuras y sus aristas están bien marcadas. Tras refrescarme en los caños de la fuente del Charil me asomo a la vega del Esla, ahora entre regadíos y frutales me acerco hasta los sotos frescos del río. Llego a Bretó y cruzando el Esla hasta Bretocino; ambas poblaciones se encuentran en sendos promontorios, entre ellas un imponente Esla acaba de recibir en pocos kilómetros nada menos que al Tera, al Órbigo y al Cea y se muestra arrogante. Observo algunas garzas y azulones aunque por los sonidos que escucho abundan muchas otras especies.
Remonto un poco el río hasta la selvática desembocadura del Tera, que no puedo alcanzar. A cambio encuentro una acogedora playa, ahora desierta, y más adelante Olmillos de Valverde. Desde allí, por los montes, me encamino hacia el Puente de Quintos ya en la comarca de Tábara.
Los confines de Tierra de Campos
Desde el magnífico puente de nueve arcos, que tiene cien metros y va a cumplir cien años, me dirijo hacia el Monasterio de Moreruela. Tomo un empinado camino hacia la derecha que hace que me tenga que bajar de la bicicleta un tramo, desde allí intento “la conquista” del teso del Majalón, pero tras tres intentos fracaso. El solitario lugar, sin sendas y con los brezos hasta la cintura, me desanima de acercarme hasta la espectacular cerrada que estrecha el Esla. Intentaremos la excursión en el futuro desde el otro lado del río.
Tras rodear la finca de la Dehesa de la Guadaña llego hasta el solitario Monasterio de Moreruela, afortunadamente salvado del abandono y bien consolidado y atendido. La iluminación solar es fascinante y alguien amable accede a hacerme una fotografía. En un rincón del camino su fuente sigue manando, como explicándonos el porqué de elegir esta idílica ubicación.
Me hallo en uno de los confines de la Tierra de Campos. Precisamente por aquí lindan con un Esla sobreelevado por el moderno azud de Santa Eulalia. Las verdes dehesas ganaderas de chaparras y algunas fresnedas nos acercan el horizonte rompiendo con el estereotipo terracampino.
Regreso a la estepa, el río Salado
Un pequeño avituallamiento y sigo camino. Recorro Granja de Moreruela y desde allí ruedo hacia Villarrín. De nuevo me encuentro en la infinita estepa; guisantales y trigales verdean alternando sus tonos claros y oscuros mientras las colzas esperan su momento para completar la paleta con el intenso amarillo de sus flores. Pedaleo distraído en mis cosas, cuando de repente algo se mueve alborotado a diez metros delante de mí. ¡Impresionante! Una enorme avutarda cruza el camino. Después de unas poderosas zancadas levanta elegantemente el vuelo alejándose en diagonal a escasos metros del suelo. Nunca las había visto tan de cerca, ¡lástima, mi falta de reflejos como fotógrafo!
El sol sigue alto cuando llego a Villarrín de Campos, recorro el lugar y me acerco a alguno de sus palomares y a la Laguna de San Pedro, a pesar de la escasez de lluvias conserva una buena lámina dónde las cigüeñuelas se entretienen. Hacia los prados más bajos observo un par de rebaños de ovejas melenudas que se acercan lentamente entre una gran polvareda a recogerse a sus corrales.
Me encuentro en el corazón de la Reserva Natural de las Lagunas de Villafáfila, un paraíso enorme para numerosas aves migratorias que hacen su escala invernal por estos lares. Por el cauce seco de un río me dirijo muy tranquilo hacia Otero de Sariegos. El río Salado, apenas un arroyo y casi seco, constituye el cauce que evacua el agua sobrante de toda la zona lacustre hacia el Valderaduey. Ahora lo encuentro seco y blanquecino debido precisamente a esa sal —antaño tan importante— que de forma natural se deposita en la superficie seca de la tierra. Un río que, según me cuenta un viejo pastor, a pesar de llamarse «Salado», cuando lleva agua no lo es. Si bien nunca acababa de quitar la sed al ganado.
Otero de Sariegos parece un vestigio de barro puesto a propósito para enriquecer el decorado. Sus edificios de adobe regresan al mismo otero diluidos por el abandono del lugar. Desde un observatorio que imita a un palomar y que dispone de telescopio (funcionando) puedo observar la actividad de numerosas anátidas en la Laguna Grande que aún no han comenzado viaje.
Después de 75 km regreso a Villafáfila al atardecer entre lagunas sin sombras. Aquí la ruta de WIKILOC
Muchas gracias por transmitirnos esta cultura de nuestra tierra de campos acompañada de esas maravillosas fotografías.
Ya sabes que soy torpe en esta tecnologia pero me ha encantado la descripción y las fotos,una gozada de paseo