Hoy, primavera en Villasarracino, comenzamos una nueva excursión. El único reto: disfrutar campos grandiosos, de ríos sosegados y de suaves colinas; todo ello revestido de variados verdes, limpios, saturados y salpicados —como no— de múltiples florecillas.
El viento, manso, apenas mecía el crecido cereal y, la temperatura estaba fresca, con un Sol atenuado por preciosos cúmulos que surgían del suelo húmedo.

Comenzamos con lo más difícil. Después de llegar hasta Itero Seco por la Tierra de Campos nos encaramamos a la divisoria de los valles del Valdavia (Pisuerga) y del Ucieza (Carrión). Por la suave alineación de colinas que separan ambas cuencas, fuimos subiendo y bajando toboganes, rodando o caminando según permitían nuestra fuerzas, a veces por caminos otras por cortafuegos. Un cerrado bosque de pino y roble cubría el paseo dejándonos ver, cuando aparecía algún claro, los valles a nuestros costados. Al fondo las montañas nos mostraban a veces sus crestas con algunos manchones blancos. Otras, las nubes las cubrían, poniendo algo de inquietud en nuestra ruta, ¿tendríamos tormenta?

La fauna entretenía también. La pajarería no dejaba de alborotar intentando acompasar trinos con graznidos. Aquí saltaban los ciervos, cruzándose frente a nosotros por el camino. Y, allá… ¿Qué era aquello? Nos parecieron una pareja de gatos monteses que se colaron finalmente por la espesura. ¡La primera vez que vemos estos felinos!
Afortunadamente los caminos de arcilla estaban secos. Los de raña: muy sueltos, molestos. Pero en las cunetas de todos ellos se agolpaban las margaritas, los dientes de león, jarillas, acederas, botones de oro y de vez en cuando alguna amapola madrugadora entre linos azules que debieron caer de alguna sementera. Los amarillos predominan; retamas y aulagas aportan sus tonos dorados como contrapunto a las colzas y gébanas, más mates y alimonadas.

El colorido es vibrante. Emociona; y, sin darnos cuenta, parece que evitamos pisarlas.
Tras una buena kilometrada por las crestas descendimos a los valles. Atravesamos los arroyos Valbuena y Valenoso entre trigos y cebadas en ciernes, y llegamos hasta el pueblo de Valenoso donde hicimos un alto para almorzar. Además, en el atrio de su sencilla iglesia de calicanto encontramos un viejo carretillo que cargaba con un rústico juego de bolos. No pudimos vencer la tentación de probar a lanzar las pesadas y toscas bolas de madera contra los palotes firmes hasta que…comenzó a llover.

Tiramos de chubasquero y seguimos nuestra ruta. Las gotas, frías, nos acompañaron un buen tramo de nuestro camino. Molestaban en las piernas desnudas y el camino se embarraba. En contraste, el aire con aroma de tierra mojada, se inhalaba agradablemente añadiendo otra placentera sensación más a las que os vamos contando. Afortunadamente íbamos por la raya de la lluvia, hacia el Sur, donde el cielo se despejaba y pronto dejamos al aguacero a nuestra espalda.
En Vega de Doña Olimpa nos acercamos hasta su iglesia. Una escalera adosada a la torre nos permitió acceder al campanario para contemplar, entre la bruma, al Ucieza que recibía al Valenoso. Más abajo recibiría al arroyo Valbuena y, así, el río Ucieza iba ensanchando y haciendo de su cauce el espejo de una hermosa ribera de chopos.

Hoy poco lugar había para la arquitectura. Sus pueblos, sencillos, apenas mostraban alardes. A veces un campanario, alguna fuente o palomar, el puente… Hoy, era la naturaleza, el campo desierto el que todo lo llenaba. Resulta curioso observar como la maravillosa y abundante arquitectura románica palentina asentó sus monumentos sobre la cuenca del Pisuerga sin que en la del Carrión hayan permanecido apenas esas maravillas.
Callejeamos también por Villota del Duque; su cementerio con ermita estaba colmado de lilas blancas y lirios malvas. Por Gozón de Ucieza, allí disfrutamos de su puente con el sugerente telón de la ermita del Sayugo. Y por Bahillo, que lucía un bonito pórtico gótico en su iglesia de la Asunción.

Y dejamos al Ucieza y sus riberas para entrar de nuevo a la estepa terracampina, tan amplia y vacía como hermosa. Un viaje semejante al que pudiéramos realizar por las estepas rusas o a las praderas americanas. Los mismos caminos infinitos y semejantes horizontes, nítidos en la distancia.
Nos sorprendió el cansancio cuando regresábamos a Villasarracino, de repente. Parecía como si hubiera querido respetar nuestro periplo, como si no hubiera querido molestar y ahora nos avisaba de que ya era suficiente, pidiéndonos la humilde compensación de una cerveza fría.
Aquí el track de la ruta
