Dejo Zamora por la entrañable carretera provincial que me acercará a Almaraz de Duero. Ya el corto viaje es puro espectáculo. Atrás dejamos la vieja cárcel provincial con sus recuerdos allí encerrados; después llegan las dehesas junto al arroyo de la Fresneda; el mirador de los Infiernos, un lugar del Duero donde es imposible no parar para ver las pesquerías únicas de los Charquitos; el puentecillo de esquistos sobre el Joyalada… y así hasta que dejamos el río para llegar hasta Almaraz: desde luego puro espectáculo.
En Almaraz estaciono y preparo la bicicleta. Hoy voy a recorrer un auténtico rincón del Duero por donde nunca pasas si no que tienes que venir.
Paseo por el pueblo encajado en la parte alta del valle del arroyo de los Molinos y lo encuentro “grande”. Su caserío de piedra y adobe es amplio, su iglesia muy alta y su vieja fuente enorme. Remonto finalmente el valle para dirigirme en dirección a Villaseco del Pan. Desde allí quiero llegar hasta la desembocadura del Esla en el Duero.
Villaseco, quizás no tan grande como Almaraz, tiene un aire parecido en sus construcciones. Sus fuentes, con bomba manual, contradicen a su nombre; su iglesia de espadaña monumental, sus cruces y sus palomares dan una réplica resuelta a su pueblo vecino.
Desde allí ruedo algunos kilómetros hacia el Oeste entre lo que parece una llanura dura y agreste y de la que no puedo vislumbrar sus límites. A medida que avanzo desciendo suavemente y las tierras de cultivo se convierten en monte de jara y escoba. De repente comienzo a ver los arribanzos. Hacia el Norte puedo ver la presa de Ricobayo y Muelas del Pan sobre la profunda cicatriz que deja el Esla. Hacia el Sur es el Duero mismo el que rompe el suelo y al fondo se nos muestra la Dehesa de Albañeza y Sayago entero; hacia el Oeste, al otro lado del Esla el término de Villalcampo en otra comarca: Aliste.
Tocando a la vez aguas del Duero y del Esla
Llego finalmente hasta la Peña del Carro y allí acaba el camino. Me asomo al picón, puedo ver como el Esla se entrega al Duero y juntos tratan de avanzar retenidos por la cercana presa de Villalcampo. Dejo la bicicleta y busco entre lastras y encinas alguna bajada hacia el borde de los ríos. Por a izquierda no lo consigo aunque puedo ver a mi izquierda como las cascadas de Abelón apenas derraman agua. Subo otra vez y encuentro otra senda por la que consigo descender hasta llegar a la tabla en que se ha convertido el río; con mi mano izquierda acaricio las aguas del Duero y con la derecha las del Esla.
Pero algo falla en este paisaje. No hay correspondencia entre los inquietantes farallones y la relajación de los ríos. Hay que tirar de imaginación y remontarse a tiempos anteriores a la posguerra, cuando la presa de Villalcampo no existía. No había allí dicotomía; aguas y rocas estaban en brutal armonía. La juntura era un lugar salvaje, violento y estruendoso. Las aguas del Esla chocaban con las del Duero en efusivo abrazo y saltaban espumosas sobre los roquedos. Cuando llovía con intensidad en la meseta al Esla le costaba entrar al Duero y, cuando se deshelaba León, el Duero era apartado a empellones por un Esla feroz.
¡Qué bien está poder imaginar!
Volvemos a mojarnos, ahora en las Pilas
Dejo el lugar y emprendo el regreso, ahora con el viento y la ladera en contra pero con paciencia. Recorro caminos distintos, encuentro charcas y cortinas y escucho tractores laborando el campo. Cruzo Villaseco y me dirijo entre caminos nuevos que aún no están en los mapas hasta el paraje de Las Pilas, también al borde del Duero.
Dejo la bicicleta y bajo caminando por el sendero. Disfrutando de las suaves curvas que dibuja el río.
Este es el lugar donde desagua en una delicada cascada el Arroyo de los Molinos; el que cruza Almaraz. Aquí el río no es monótono; además de un puentecillo de madera y la cascada cayendo sobre las Pilas, encontramos los restos de un poblado minero, un par de rediles circulares y, más al fondo, entre los meandros del río, los restos de la aceña de Pizarro que emergen misteriosos sobre las aguas recrecidas.
Vuelvo a acariciar las aguas grises del Duero y siento su agradable frescor.
Y por la ermita hasta el río
De nuevo me toca remontar con paciencia y llego hasta al pueblo para tomar el camino de la ermita de San Pelayo. Llego con facilidad hasta el promontorio rocoso y recorro el teso que me ofrece vistas impresionantes. Abajo de nuevo el Duero, ahora saliendo de su meandro encajado y justo frente a mi la Central del Porvenir. Puedo ver, desde este lugar mirando hacia Los Infiernos, la última vega del Duero dorada por el otoño. Bajo mis pies esa vega se desvanece entre cantiles crecientes que encajonarán al río hasta el mar.
Además del paisaje están los restos de la ermita y los de un despoblado que construyó bancales en la ladera que ahora, abandonados, se desdibujan. Una sepultura rupestre nos muestra al humano en este espacio y por tanto, alrededor, imaginamos altares sobre grandes guijos y abrigos entre las peñas donde pudieron alojarse sus eremitas. Quizás un lugar mágico o, tal vez, un sencillo pueblo abandonado.
Sigo mi ruta descendiendo por última vez a las costas del Duero por una trocha complicada hasta el buen camino que va junto al río entre alamedas de temblón, antiguos majuelos y frutales descuidados.
Me acerco por última vez a las aguas; por aquí aún corren veloces, las acaricio y ellas me salpican como en un sentido «hasta luego».
Una última y fuerte subida me devuelve extenuado a las senaras del alto llano cultivado, áspero y vacío. Un poco más y, por fin, al pueblo duriense de de Almaraz.
Y vaya, ¡tenemos bar! Me tomo una cerveza. Mientras podéis echar un ojo al track (Si os animáis a hacerlo ojo con alguna bajada, revisadlo bien)