Llego a Quintanilla de Arriba temprano. La madrugada de agosto es fresca y el pueblo reposa de su noche de fiesta. En la calle, bajo las guirnaldas, vasos y botellas de plástico roto rezuma un hedor etílico y dulzón.
Mientras al fondo de la calle algunos peñistas se recogen de la juerga yo descargo la bicicleta y pongo rumbo hacia los páramos.
Cruzo el viejo ferrocarril y comienzo a subir la cuesta. La brisa es muy suave y fresca, al sol le cuesta mostrarse entre los estratos pero el aroma ha cambiado; ahora la humedad de los rastrojales y el rocío en las cunetas desprenden aromas de verano. Subo por el camino de la Figueroa y , ya en el páramo, tomo el de la Varguilla para llegar hasta Manzanillo.
Pueblos y Campos
Desciendo hasta el pueblo, encajado entre cerros. Cruzo el arroyo de la Vega y sigo hacia Langayo. Hago una parada en la fuente de Valdemanco que encuentro seca. Ahora pasa un tractor, paro a un lado, nos saludamos y seguimos cada cual su camino.
En Langayo me acerco hasta su Iglesia, desde allí se ve un bonito panorama de tejados, sobre uno de ellos un albañil reteja con cuidado. El repiqueteo sonoro de su paleta cortando la teja rompe el silencio de la mañana dominical.
Sigo en solitario mi camino, remonto de nuevo por la Cañada Real hacia el Brujo, a veces disfruto del paisaje y a veces voy a mis asuntos.
Me acerco al viejo chozo remozado. Luce imponente en su altozano acompañado de algunos almendros. El frio ha desaparecido y hay que aligerarse de ropa. Sigo camino.
Por la cañada de la Yunta llego a Valdemudarra y lo circundo seducido por el azul limpio de sus aguas. Para ser agosto su nivel es bueno. De buena gana me daría un chapuzón pero mejor seguir. Es un día precioso para rodar por estos páramos y vallejos. Hay que aprovecharlo.
Pongo rumbo a Fompedraza, quizás me esté alejando demasiado pero la flaca y yo vamos bien y prisas: ninguna.
La ruta discurre por las alturas más elevadas de la provincia de Valladolid, solamente 900 m que nos permiten vislumbrar, azuladas, las sierras segovianas.
En el recoveco mágico de la fuente y lavaderos de Fompedraza paro a almorzar. Entre las aguas vibrantes de su fuente riela la imagen de su coqueta iglesia gótica de San Bartolomé.
Hasta el Barranco Mágico
Tras el descanso sigo adelante. Hay días que necesitas rodar solo, escuchar el roce de la cubierta sobre la tierra mientras repasamos nuestras cuitas; así hasta que una bella encina solitaria, el caño de una fuente o el canto de un cernícalo te devuelven al paisaje.
Y sigo alejándome; he cruzado viñas, rastrojos, lavandas y girasoles. Ahora llego a la hermosa Canalejas, festoneada de bodegas alineadas, y sigo, y sigo, más lejos.
Decido hacer la inflexión de la ruta junto al Barranco del Olmar. Entre un quejigal cerrado busco un sendero para bajar, lo consigo con alguna dificultad y finalmente encuentro el camino. Frente a mi aparece, también solitaria, la Piedra Mediana, quizás el peñasco más enorme de la llana y sedimentaria provincia. Se muestra misterioso, parece que me mira a través de sus negras oquedades y allí dejo el inquietante lugar lleno de los espíritus que imagino dentro de las agallas de los robles.
Allí queda la Piedra Mediana y yo bajo hasta el bucólico paraje del Olmar. Tras un campo de girasoles: una ermita, un palomar y una fuente; y, bajo cuevas eremíticas, una sepulturas vacías talladas en la piedra que también abandonaron sus muertos.
Cambio los robles por chopos y comienzo el retorno: dejo a mis fantasmas y regreso a los ríos…
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