Seguimos recorriendo sin prisa ríos, parajes y pueblos de la extensa cuenca del Duero. Hoy paramos en Vivar del Cid para iniciar una ruta por la vieja Castilla entre los valles de los ríos Ubierna y Urbel, ambos afluentes del Arlanzón.

El verano ya declina y, además, en tierras burgalesas, encontramos un día fresco y anubarrado. Día perfecto para rodar entre campos segados, valles fértiles y páramos yermos.
Tras saludar a la estatua del Campeador tomamos rumbo hacia Celadilla-Sotobrin, aún con el cortavientos puesto debido al ligero cierzo que soplaba, aunque a las primeras cuestas hubimos de recogerlo en la mochila. Ante nosotros se iba presentando un paisaje ocre de cielos nubosos y…¡vaya! con los horizontes plagados de aerogeneradores: para variar.

Tomamos agua en la recoleta fuente de la plaza y seguimos camino hacia la ermita de Sotobrin; un bonito paraje donde hubo un poblado del que solamente se ha conservado su iglesia y donde aún fluye su manantial entre un tupido zarzal.
Trepamos hasta la divisoria de aguas de los valles del Ubierna y del Urbel entre cañadas de merinas reacondicionadas para dar servicio a los gigantes aspados y nos lanzamos por una larga cuesta abajo por el vallejo de Castillo Blanco, llegando a la localidad de Santibañez-Zarzaguda. Allí nos llamó la atención, además de su iglesia y su caserío, un viejo palomar, aún blanqueado, que se erigía entre los aromas de la paja cortada.

Desde allí cruzamos el Urbel y remontamos su valle copado de más y más aerogeneradores. Cruzamos por el puente Comparanza y llegamos hasta Huérmeces, un pueblo de hermoso caserío, de fuentes y de palacios. Subimos hasta su sólida ermita de Nuestra Señora de Cuesta Castillo y recorrimos después su hermoso y empinado vallejo de Valdegoba con la imaginación puesta en aquellos pobladores neandertales que dejaron entre las cuevas sus prehistóricos recuerdos.

Arriba, en el páramo austero, cambiamos de nuevo de vertiente salvando obras y carreteras hasta llegar a Castrillo de Rucios. Su arroyo Rucios, tributario del Ubierna, se escondía en una hoz y nos invitaba a seguirlo. Picamos el anzuelo y nos colamos entre el estrecho desfiladero, solamente apto para caminantes, y que nos ocasionó algunos problemas y caídas. (Por supuesto, NO aconsejamos entrar con bicicleta).

Con la belleza del paraje quedaron compensados el esfuerzo y dificultades. Junto al arroyo seco nos colamos entre verticales formaciones calcáreas hasta llegar a la profunda cueva de San Martín y enseguida, entre una canopia de zarzas, a San Martín de Ubierna.

Ya junto al río Ubierna avanzamos hasta Ubierna; el pueblo que tomó el nombre del río (o al revés). Allí, en el centro del pueblo se unía el arroyo de de La Rueda que, curiosamente, si que aportaba un buen caudal al Ubierna. Entre sus carrizos, unos niños junto a su abuelo, apuraban sus vacaciones intentando pescar cangrejos.

Salimos por la ermita de Montes Claros hacia Villaverde-Peñahorada sin gana de entretenernos entre los restos arqueológicos que se nos ofrecen en lo alto de los cerros y que dejamos para otra ocasión. Buscamos la pista del antiguo ferrocarril del Cantábrico y, ya de puro paseo, recorrimos Quintanaortuño, visitando su puente medieval sobre el Ubierna y a continuación llegamos a Sotopalacios.
Allí nos encontramos a la fiel compañera del Campeador, a la misma doña Jimena, separada de Rodrigo pero cercana, igual que en sus épicas historias. También nos recreamos con su castillo —¡qué curioso, junto a un río!— y alguno de sus molinos hasta entrar de nuevo en Vivar del Cid.

Al atardecer, entre las piedras del Monasterio de Santa María del Espino, se nos vienen a la memoria algunos versos del Cantar de Mio Cid:
Llora de los ojos, muy fuertemente suspira:
« Ay, doña Jimena, mi mujer muy querida,
«como a mi propia alma así tanto os quería.
«Ya lo veis que nos separan en vida,
«yo parto y vos quedáis sin mi compañía.
