Qué difícil nos resulta cruzar Los Arribes y no detenernos en sus puentes o junto a sus presas a contemplar el río entre las peñas. En esta ocasión, en la parada, había un barco… y lo tomamos. Queríamos sentir más de cerca la gran naturaleza del Duero entre las aguas mansas y horizontales de uno de sus embalses.

—Todos en silencio, por favor. —Nos pide la guía de la excursión—. Suena una suave música. Ojos cerrados… Todo es quietud.

—¡Ya, ahora podéis abrir los ojos! —Indica instantes después con voz relajada—.

El barco ha zarpado y no nos hemos dado cuenta. No ha habido vibraciones, ni ruidos ni brusquedades. Ahora estamos en en centro del río represado e iniciamos un recorrido entre los Arribes del Duero.

Nuestra guía nos cuenta las bondades del barco que ahora lo mueve un motor eléctrico. Frases cortas, bien pronunciadas. Ella es de «La Raya» y cambia del nítido español al dulce portugués con naturalidad y sin esfuerzo. Justo como lo deben de hacer los peces que se encuentran bajo estas aguas. Los mismos a los que preguntó Saramago al cruzar por aquí que cómo se entendían.

Despacio y en silencio se van sucediendo los farallones verticales del cañón: aquí unos líquenes, allá nutrias, en las paredes nidos: de cigüeña negra, de águila real y de buitres. Una encina centenaria crece sin aspavientos entre la grieta de unas rocas, alguna terraza imposible para cultivo y los viejos amarres de las barcas con sus historias de contrabandos. Es un mundo dentro de otro. Es un país junto a otro casi vueltos de espalda.

El barco Arribas do Douro es un crucero ambiental también y nuestra guía nos analiza las aguas. Con un dispositivo toma una muestra, esta pasa a un portaobjetos …. y de ahí a la pantalla. Ahora podemos observar a los diminutos seres que en las gotas habitan.

Yo, en un esfuerzo de imaginación, por un momento hago desaparecer el embalse. Ahora las paredes, duras y abstractas, se alargan hacia el fondo y me encuentro  al río estrecho y espumoso golpeando las rocas que aún se le resisten. Sus vados y embarcaderos y las sendas secretas que permeabilizaban la frontera.

Y de nuevo vuelvo a la realidad de las aguas detenidas y serenas que nos ofrecen un paisaje también hermoso pero diferente; un paisaje de ángulos rectos, de fuerte contraste entre las aguas calmas y las paredes berroqueñas que emergen a escuadra en complicados equilibrios sin que podamos ver ya al río discurrir por su cauce.

El barco regresa. Seguimos en silencio; no hay que molestar a la fauna. Tenemos suerte, aparece el águila real y algunos buitres. La garza también echa el vuelo a nuestro paso. La quietud es total mientras tomamos fotos. El sol va cayendo; es hora de luces y contrastes, de buscar el recoveco que nos de una profundidad en la fotografía que sea capaz de explicar la grandiosidad de estos lugares.

Por fin al frente, sobre el cantíl, las anchas torres de Miranda do Douro anticipan la llegada y el barco finalmente atraca en su pantalán.

Parece que es hora de degustar un tawny, o un ruby, o ambos.

— ¡Salud Douro!

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