En Pocinho lloviznaba. Allí nos encontramos con el Duero —Douro es llamado por aquí— que nos mostraba viejas infraestructuras ferroviarias conviviendo con presas y exclusas más modernas. Un lugar algo desangelado pero que contaba con una agradable estación que nos invitó con descaro a improvisar nuestros planes para tomar el tren que rueda junto al rio.
Decidimos cogerlo hasta Pinhao. Un viaje de una hora para allí dar un garbeo y almorzar.

El tren muy digno y limpio, abandono lentamente la estación ente crujidos metálicos. Silbó, como despidiéndose, e inmediatamente se introdujo en un largo túnel para atajar el meandro de Foz de Coa. Sus ruedas cogieron pronto el ritmo monótono, lento y chirriante que le marcaban las juntas de los raíles y, muy ceñido al Douro, nos permitió contemplar un espectáculo de viñas, olivos y agua alternado con inhóspitas breñas verticales.
Se sucedían coquetas estaciones y apeaderos. Todas con parras y jardines, con escaños, con relojes y básculas, y, en cada una, sus pequeñas historias de encuentros y despedidas. En el río, numerosas barcas deportivas bogan bajo la lluvia intermitente; sus timoneles saludan al tren.

El ferrocarril cruza el Duero y aparece por su orilla derecha. Junto a la presa de Valeira el tren circula a ras de río. Sumergido queda su famoso Cachao de Valeira entre un paisaje agreste que nos recuerda la dureza de su paso cuando los rabelos que navegaban eran los de verdad por un rio bravo, aquellos en los que sus tripulantes se jugaban la vida para bajar las enormes cubas de vino hasta el puerto.
Tras pasar la estación de Tua aparece la desembocadura del rio de mismo nombre en el Duero, refrenado por la enorme presa que lo retiene. Enseguida llegamos a Pinhao.

Pinhao se recoge en un hermoso y ancho recodo del rio. Además el río Pinhao también se une aquí al Duero creando un magnífico espectáculo de agua. En Pinhao convive el turismo que genera el rio con el medio rural, muy asociado al vino.

El sol se anima y a ratos se asoma. Aprovechamos para pasear calles tranquilas por las que circulan camionetas repletas de uva recién cortada, también por sus muelles donde se agolpan turistas que llegan y desembarcan de sus cruceros.
Encontramos restaurante a nuestro gusto y acertamos. Podemos ver la calle y el río disfrutando de una agradable sobremesa. Después algunas compras y regreso a la estación para contemplar con más detalle sus maravillosos azulejos del siglo XIX.

El tren, puntual, nos devuelve al rio y a sus terrazas doradas fruto del trabajo de siglos. Algunos rabelos turísticos quieren dar al paisaje un aire evocador y parece que lo consiguen al pasar por delante de las quintas blanqueadas que aparecen entre las viñas. Se suceden algunas aldeas que se reflejan tenuemente en el río y el tren atraviesa de nuevo el túnel. Silba, traquetea y finalmente se detiene en Pocinho con un brusco rebote.
En la oscura cantina de la estación tomamos café para terminar un pequeño viaje que ha sido un precioso destino.