Partimos caminando desde Íscar junto a ordenadas huertas y famélico cereal al encuentro de los pinares. Cunetas de malvas, de margaritas y de amapolas que lucen esplendorosas ajenas a la fuerte sequía y, bajo los pinos, piñas recién caídas y abiertas mostrándonos sus frutos en carbonilla que no podíamos evitar recoger.
Pero, al fin y al cabo ¿Qué prisa había?
La temperatura era ideal para caminar. A veces sol y a veces nubes. hasta algún amago de llovizna que hubiera sido bien recibida incluso en campo abierto.
Sobre una alfombra crujiente de barrujo y arena nos acercamos hasta la ribera del Pirón, un río sin valle que discurre apaciblemente mimetizado con el paisaje. El sonido de trinos afinados se hace continuo, da la impresión que como en el romance “la calandria respondiera al ruiseñor”. En una pequeña presa abandonada hacemos un descanso; el rumor y la espuma de las aguas resultan hipnóticos. Juncos y ranúnculos cubren parte de la superficie por la que avanza sin complejos un discreto caudal. De pronto las jóvenes hojas de los chopos ventean con estrépito con algunas ráfagas de aire invitándonos a seguir camino.
Entre los pinos los campos se van abriendo y nos muestran almorrones de esparragueras en plena cosecha mientras que los guisantales apenas prosperan. Pronto cruzamos la remozada Puente Vieja y seguimos el camino que nos acerca a Remondo.
Antes de dejar el río una pareja de ánades levanta un alborotado vuelo sobre las aguas. Una imagen hermosa que siempre me pilla sin la cámara preparada. Son simples gajes de los que no tenemos paciencia.
En Remondo entramos por su camposanto. Un humilladero acompaña a los difuntos y, por el maltrecho ventanuco de la puerta, a ciegas, tiro una foto. Quizás podamos ver su interior. Y así es: un pulcro altar y tras el, sobre un sencillo retablo, la talla de un rústico Crucificado con faldón morado, parece sorprendido quizás por la luz del flash.
Atravesamos el pueblo que descansa a la hora de la sobremesa. Ahí dejamos su enorme espadaña y su depósito del agua; tan juntos que bien pudiera confundirse con torre exenta de la iglesia.
Salimos del pueblo. De nuevo las huertas, pozos someros de ladrillo y los patatales incipientes reclamando ya sus riegos. Nosotros seguimos recogiendo piñones bajo los pinos que se asoman al camino y pronto, siguiendo el regato del Bordón Terrero, llegamos hasta el arroyo de Jaramiel y la Puente Blanca.
De nuevo el Pirón, ahora lo encontramos ancho y estancado. Alguien lo ha retenido poco antes de llegar hasta el Cega haciéndolo pasar por un gran río.
Junto a una moderna ermita se oye música y griterío mientras que algunas barbacoas echan humo aún. Nosotros seguimos caminando a través del pinar hacia el Puente de las Cabras. El bonito puente medieval con un amplio arco algo rebajado está jubilado. Solamente sirve para ser admirado ya que el arroyo de la Hondonada dejó de llevar agua hace algún tiempo.
Ya puestos y aunque algo cansados subimos hasta el castillo. Había que visitarlo, observar el recorrido desde el mirador: Remondo, ríos, huertas y el infinito pinar desde lo alto. Y hasta tomar una fría y reconfortante cerveza en la cafetería fue también fue posible mientras hacíamos recuento de piñones.
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Gracias