Tras Ávila y Soria, Guarda (1056) en la tercera ciudad más elevada de la cuenca del Duero. La urbe se desparrama hacia el norte por lo que además suele ser fría, aunque no es esta la impresión que nos hemos llevado en esta excursión acompañados de un agradable veranillo de San Miguel.
Guarda esta construida con granito gris y enlucida de blanco. En los días de sol, deslumbra desde muy lejos sobre el monte Guarda, monte que rodean precisamente tres de sus ríos Mondego, Noéme y Diz.
Los Ríos de Guarda
Por la altura a la que se encuentra la ciudad no puede disfrutar de ríos caudalosos. Son solamente pequeños arroyos que acaban de nacer y a duras penas soportan las presiones a las que se ven sometidos por una ciudad.
Cerca encontramos el Mondego, río íntegramente ubicado en territorio portugués, la roza por el Oeste y después torna directamente hacia el océano.
Por el Este es el río Noéme (o Noemi), este nace en la Estrella a espaldas ya de las cuencas del Tajo y Mondego, dirigiéndose hacia el Coa. Y por el Norte tenemos al río Diz que fluye hacia el Este atravesando la ciudad y al pie del monte Guarda se reúne con el Noéme formando un precioso valle por el que discurre la línea del ferrocarril hacia Vilar Formoso.
Tenemos más ríos: El Massueime, nace precisamente en las cercanías de la estación de Guarda dirigiéndose hacia el Coa, casi en el Duero. Y hacia el sur, ya en la cuenca del Tajo, El río Zêzere segundo río en longitud íntegramente portugués, tras el Mondego.
Sin duda un auténtico remolino de ríos el que se forma alrededor de la ciudad junto a la Sierra de la Estrella
Tras pasear entre acogedoras callejas de su casco antiguo y visitar sus monumentos representativos nos dejamos caer, cuesta abajo hasta llegar a la ribera del arroyo Diz.
El Parque del Río Diz
Como tantos pequeños arroyos que han sido menospreciados por el crecimiento desordenado de las ciudades el río Diz estuvo corrompido de contaminación y abandonado a su suerte. Hace unos años se le dio una oportunidad para renacer; en beneficio propio y de la ciudad.
Desde el puente peatonal de la autovía que cruza la ciudad podemos observar la discreta llegada del río que acaba casi de nacer y como, de repente, se transforma en un enorme parque urbano del que apenas se aprecia el final.
Primero encontramos un emocionante parque infantil, ahora cerrado por la pandemia. La diminuta corriente que lleva el arroyo lo cruza entre una bonita ribera de chopos, sauces y fresnos. A los lados diferentes paseos nos ofrecen arte, entretenimiento y sosiego.
Más adelante el pequeño arroyo, con la perseverancia propia de las aguas, llena un precioso estanque que refleja rutilante una estructura que acoge un espacio multifuncional semicubierto. Desde allí llegan el griterío de los jóvenes que echan su partidillo bajo las lonas.
Tras varias praderas y puentecillos el parque se acaba y el arroyo sigue su curso llevando algunas aguas hacia el Noéme con su ribera recuperada y limpia y dejando abiertas la posibilidades de ampliación si la ciudad lo necesitara. Probablemente los ambiciosos proyectos iniciales no se hayan cumplido en su totalidad pero, sin duda, este parque formará ya para siempre una parte importante de la ciudad.
En una cafetería tomamos un helado. Los niños juegan ajenos al drama de la pandemia que aquí, en Portugal, es más llevadero y menos dañino que en España.
¡Cómo valoramos disfrutar de nuestro paseo sin mascarilla!
La tarde se nos echa encima y en Portugal hay que cenar pronto. Con paso cansino, como de caracol, subimos las empinadas calles hasta llegar a la torre de su castillo desde donde podemos disfrutar de las vistas de la sierra de la Estrella y la de Gata hacia el sur en contrapunto con La Marofa y el valle del Duero hundido al norte.
Y, como suele ocurrirnos, por los pelos cenamos algo. Paseamos después entre sus calles vacías de noche iluminadas con faroles rojos. Disfrutando de este mundo de granito tallado y de sus animadas puertas de colores. Junto a la catedral, tenuemente iluminada, saludamos y nos despedimos del rey Sancho I en su pedestal.