Después de cuarenta kilómetros por encima de los 30º habíamos llegado hasta la desembocadura del río Valvanera en el Tormes. Estábamos en la cola del embalse de Santa Teresa, un lugar solitario y renchido de aguas que nos invitaba a un baño fresco con vistas a la sierra de Candelario, aún con nieve.

No despreciamos el ofrecimiento y tras un chapuzón, breve pero reponedor, hacíamos el inventario de la hermosa ruta serrana en la que estábamos inmersos.
Habíamos comenzado unas horas antes visitando los pueblos salmantinos de La Cabeza de Béjar, después Nava de Béjar y luego Sorihuela. Los tres se encuentran en el borde de la cuenca del Duero que por aquí limita con la del Tajo, hasta donde lleva sus aguas del Alagón.

Pueblos de granito, sin apenas habitantes y mucho ganado. Paisajes deliciosos de encinares, salteados de rebollos, quejigos, fresnos y castaños estrenando ropa, entre prados verdes acicalados de florecillas. Entre ellos surgen numerosos manantiales, se generan arroyos y aparecen viejas fuentes con pilones y lavaderos de piedra amusgada, acosados por la vegetación.
Por doquier encontramos cruces de granito, a veces quebradas o inclinadas, de otras solamente quedaban sus peanas. Viacrucis incompletos y sin almas que los procesionen.

Habíamos dejado naciendo al río Valvanera en Sorihuela bajo un pontón de lascas. Tras cruzarlo, tomamos un sombreado camino que se fue convirtiendo en senda, en ocasiones inundada por los manantiales. Por él fuimos trepando sin prisa hasta Neila de San Miguel, ya en Ávila. Al llegar, nos quedamos prendados de su insólito campanario; una espadaña ubicada sobre un enorme berrueco que pasó de vigilar el horizonte a la llamada a los fieles al culto.

Bajamos después por la carretera hacia Medinillas. A mitad de camino hicimos parada en el santuario de la Virgen de Fuente Santa. Su coqueta ermita, su fuente y su plaza de toros, nos ofrecieron un fresco refugio para el almuerzo. Entre cerezos centenarios, castaños y nogales repusimos fuerzas y —claro está— repusimos también agua en la Fuente Santa, mientras observábamos unas misteriosas inscripciones sobre sus caños.
Después paseamos por Medinillas y de allí hasta Santibañez de Béjar por un camino de los que hacen las delicias de los ciclistas: revirado, pedregoso, seco, acarcavado, ligeramente cuesta abajo y, sobre todo: entre un paraje de ensueño.

Había que parar frecuentemente para poder admirarlo ya que sobre la bici había que concentrarse; A veces, el Berrueco se nos mostraba con su imponente presencia, otras era la sugerente Teta de Gilbuena y, en el sotobosque, la retama y el cantueso reventaban de color.
Al entrar en Santibañez nos encontramos de nuevo con el Valvanera, el río había crecido y corría ligero entre ranúnculos blancos. Llegamos hasta el viejo puente del Molinillo un rústico paso de piedra que, de por si solo, ya merecía la visita y nos daba la medida del volumen que puede llegar a tener el río. Allí encontramos también el torreón de un castillo y la ermita blanca de Valparaíso junto al cementerio. Volvimos a reponer agua y seguimos nuestro camino junto al río hasta llegar hasta el Tormes.

Y aquí estamos después del baño, secándonos al Sol sobre la hierba, tras haber dejado polvo y sudor entre las aguas heladas. ¡Qué sensación de bienestar!
Tras el descanso seguiremos. Tomaremos el Camino Macarro, como por aquí llaman a un tramo de la Cañada Real Soriana Occidental. El camino estará bien pero el calor apretara, también apretaran los toboganes y sobre todo: la subida a Guijo de Ávila. Desde sus mirador observaremos una amplia extensión de los campos de Salamanca y el embalse de Santa Teresa repleto.

Parece que este año no habrá problemas con los riegos.
Y de aquí ya poco más. Un paseo de vuelta a La Cabeza de Béjar, entre más prados y ganados. No muy lejos: La Covatilla y detrás, Gredos, volverán a mostrarnos la nieve en su crestería: ¡asombroso! A las puertas de Junio y con varios días por encima de los 30º
Aquí, la ruta, al final unos cincuenta km