Hoy hemos elegido el bajo Arlanzón para entretenernos entre sus riberas y atenuar, en lo posible, la calor que nos espera en nuestra jornada de campo y bicicleta.
Madrugamos y llegamos a Villodrigo cuando algunos aún no se han acostado debido a la verbena. Nosotros buscamos el río. Estamos ansiosos por conocer su estado en estos tiempos de sequía. ¿Se habrá secado?
!El Arlanzón llega con agua!
Entre los arcos ruinosos del viejo puente vemos con alivio que no, que sus aguas corren. ¡Qué hermoso está con el frescor de la mañana recibiendo de refilón los rayos del sol!
Aliviados por el digno estado del Arlanzón, hoy nuestro compañero de ruta, ponemos rumbo hacia Villaverde Mogina en una espléndida mañana.
Entre maizales encontramos la ermita de la Virgen de la Vega. A su diminuta espadaña le falta la esquila. Por el contrario, ya en el pueblo, tenemos ocasión de disfrutar del afinado carillón que corona la torre de su iglesia sobre un altozano.
Seguimos por la fértil vega del Arlanzón y llegamos a Belbimbre. Aquí descubrimos como el río Cogollos es simplemente un cadáver que en nada puede ayudar al Arlanzón, aún así lo acompañamos hasta Barrio de Muñó y allí dejamos el valle para conocer los páramos. A medida que dejamos atrás los regadíos la tierra se reseca y endurece; rastrojos amarillos y campos de girasoles que apenas logran superar a los ceñilgos que entre ellos crecen silvestres.
Torrepadierne y Pampliega
Nos dirigimos al recóndito Olmillos de Muñó. La mañana ha despertado y ¡vaya!, también las higueras. Surgiendo entre piedras y adobes nos reciben con su intenso y dulce olor a verano. Desde las bodegas del pueblo trepamos despacio y en silencio hasta que llegamos a Raya Mazuela para emprender el descenso hacia Torrepadierne entre un tupido bosque de roble y encina.
En el patio de su castillo, entre esbeltos cedros, una morera nos ofreció alguna moras negras, maduras; exquisitas pero que fueron suficientes para teñir nuestras manos de rojo para el resto del camino.
De nuevo en el valle aparecieron sus feraces tierras oscuras que nos condujeron hasta Pampliega. Allí nos recreamos entre sus animadas calles tendidas sobre la ladera y, sobre todo, con el río.
El Arlanzón en Pampliega genera un paisaje pintoresco. A la hermosa ribera se le une su puente, su presa, el molino… Y, como fondo, el caserío del pueblo sobre la ladera con la elegante torre de su iglesia colocando un contrapunto vertical. No es de extrañar lo concurrido del lugar por bañistas y paseantes. Nos llama la atención un grupo de muchachos que disfrutan del chapuzón con rústicos trampolines y maromas al modo de lianas en una poza del río.
La Encarnación
Seguimos nuestro viaje cuando la temperatura se eleva y comienza a agobiar. Nos acercamos al complejo ferroviario de Villaquirán de los Infantes que, como dice mi compañero: “sin duda vivió tiempos mejores”, y de allí tomamos camino, entre cebollas y giganteas hacia Villazopeque con la vista puesta en su torre espiritual puesta en su momento al servicio del estado como estación del telégrafo óptico.
Paramos en la calle de San Ginés, junto a un pozo que yace muerto en un recodo pero que nos ofrece una evocadora imagen. También nos acercamos hasta el puente sobre el pequeño río Hormazuela para comprobar que también baja seco como secas están también las numerosas acequias que vamos cruzando.
La ruta nos acerca de nuevo al río. Visitamos la fábrica de la Encarnación. Su fachada, cubierta de hiedra, indica que es el n.º 10 del Camino de la Fábrica. Unos railes de ferrocarril en la misma entrada dan idea de las labores de trasiego de cargas que aquí se desarrollaban. Cuando damos la vuelta al edificio acercándonos a su socaz comprobamos la realidad del ruinoso estado de este gigante de piedra que antaño pereció por el fuego. El agua del Arlanzón sigue pasando bajo sus cárcavos y el sol atraviesa sus ventanas desnudas.
Con las zapatillas caladas por el vadeo seguimos dando pedales; decidimos seguir la ribera ya de regreso. Rodamos tranquilos junto a un altísima chopera de calles infinitas que nos aporta sombra y algo de frescor. Más adelante el río se nos acerca. Se trata de un brazo muerto por el que el agua no corre, descansa y su llana superficie está cubierta de un cegador verde esmeralda que exhiben las lentejas de agua y que nos hipnotiza.
Y el molino de la Vega
A lo lejos vemos un edificio en pie junto al río. Tiene que ser un molino y hacia el nos dirigimos rodando sobre rastrojos. Cuando nos acercamos comprobamos con decepción que se encuentra al otro lado del río.
Nuestra curiosidad nos impide avanzar; tiramos las bicicletas y tratamos de vadear el río pero no parece muy conveniente. Con cierta tenacidad, o quizás cabezonería, volvemos sobre nuestros pasos hasta el comienzo del viejo azud. Se trata de un largo muro desmoronado por varios sitios, lleno de troncos secos y trabados e infestado de ortigas y malezas que impiden ver el firme. Seguimos y seguimos bajándonos a veces hasta el agua y así finalmente conseguimos llegar hasta el edificio por el que el agua corre alborotada. Conseguimos entrar para comprobar la desolación que ofrecen las cubiertas derrumbadas sobre sus ingenios, las tejas partidas sobre los guardapolvos que protegen las piedras y sus cabrías destartaladas entre vigas y tablones quebrados.
Bajo los escombros todo está como se dejó y, colgado sobre una pared, el retel que el molinero usaba para pescar… Cuantas truchas y barbos debió haber cogido antes de colgarlo por ultima vez.
Tomamos alguna foto y poco más. La prudencia nos aconseja abandonar el lugar.
El regreso al otro lado del río fue tan penoso como la ida: agua, rasguños y resbalones … aún así, había que verlo y vivirlo.
Entre enormes pacas de paja llegamos a Villodrigo, el islote palentino rodeado de Burgos en el que unos pocos jóvenes continúan su fiesta. Gracias a ello pudimos tomar algo refrescante en el mismo pueblo mientras reflexionamos sobre lo vivido con la constante impresión de rodar entre las ruinas de nuestra apagada Castilla.
Aquí la ruta seguida en wikiloc
«mientras reflexionamos sobre lo vivido con la constante impresión de rodar entre las ruinas de nuestra apagada Castilla». Cuanta verdad y dolor en esas solas palabras. Gracias por estas rutas.
El molino de Pampliega, es una auténtico maravilla, siempre y cuando el molinero le cuide y no deje cenegar el cauce ,pues a este paso acabla con el es una verdadera pena