Hace ya unos días nos acercamos a conocer a uno de los tributarios importantes del Pisuerga: El río Odra. Éste nace allá, al norte de la mítica Peña Amaya y se dibuja hacia el Sur, entre estrechos y pelados páramos calizos durante algo más de sesenta km hasta llegar por la izquierda al Pisuerga en las cercanías de Pedrosa del Príncipe.
Su valle es muy suave, ancho; sin apenas pendiente sus crecidas afectaron a pueblos y cosechas por ello ahora se encuentra prisionero entre motas discretas que enderezan su camino.
Dejamos nuestro vehículo en Castrojeriz y allí comenzamos a caminar en una mañana fría de viento regañón. Recorremos el pueblo y algunos de sus monumentos y tras acercarnos hasta la Excolegiata de Santa María del Manzano tornamos por el norte del Cerro del Castillo hacia el valle del Odra.
Con el viento helado de frente nos ajustamos gorros y bufandas y caminamos recogidos. Pronto topamos con el despoblado de Tabanera que se desmorona sin remedio y a la guapa fuente de la Asperilla que apenas mantiene en su caño un hilillo de agua. Ya estamos junto al río Odra y parece ser que —por poner una excusa—sus riadas de antaño debieron influir en el abandono del lugar.
Al cruzar el río lo encontramos en un buen momento otoñal. Su corriente que se abre paso entre carrizos y espadañas que no llegan a ocultar su cauce plateado. Sobre nosotros un milano real montado en el viento escudriña la superficie parda del campo.
Seguimos camino hacia Castrillo Mota de Judíos, pasamos junto a la Mota donde nos cuentan que hubo un asentamiento hebreo y al poco observamos desde lo alto el curioso campanario de su iglesia que nos parece una vivienda colocada sobre la torre.
Entre las bodegas de Madrajas subimos despacio pisando espejuelos hasta el páramo de Mostelares. Las impresionantes vistas que se nos ofrecen nos obligan a parar con frecuencia y tomar alguna fotografía. Hacia el Norte observamos el suave valle del Odra y varios pueblos junto a sus riberas de sauces y álamos deshojados: Villaveta, Villasilos, Villasandino… Más arriba Peña Amaya y detrás Peña Labra.
Nos fijamos y… ¡vaya, sorpresa! Desde que las observamos hace un par de horas desde Nuestra Señora del Manzano han blanqueado; mientras caminábamos entre sol y nubes la nevada cubría nuestro horizonte que se vuelve a ver con nitidez ahora de un blanco impoluto.
Por el desolado páramo llegamos hasta el mirador de Mostelares. El viento arriba es más frío y molesto si cabe; así que bajamos con presteza la cuesta para refugiarnos en el valle. Ahora vamos justo a contracorriente del otro río que estamos visitando: el del Camino de Santiago Francés que, en estos tiempos de COVID, parece seco, sin peregrinos. A nuestro frente Castrojeriz se nos muestra completo y bien ceñido a su cerro. Más a lo lejos entre el valle del Garbanzuelo las ruinas góticas de San Antón evocan el caudal humano del río espiritual.
Nos acercamos al puente Bárcena que nos descubre el desplazamiento que ha sufrido el río perdiendo meandros, tojos y prados. El puente permanece sobre un lecho vacío y ahora una funcional pasarela de madera junto a un vado de hormigón facilitan el paso sobre las aguas a caminantes y maquinaria.
Nosotros seguimos junto al río Odra. Visitamos los restos de un molino que debió transformarse para usos ganaderos aunque conserva sus entrañas. Por la Vereda de la Yegua, nos acercamos hasta Hinestrosa, más relajados, con el viento que no cesa pero ahora a nuestra espalda. A nuestro alrededor, sobre las mesas, decenas de aerogeneradores giran a buen ritmo.
Tras callejear por el pueblo salimos de nuevo entre viejas bodegas que se han olvidado de bacillares y son ahora lugares de encuentro entre allegados. Regresamos a Castrojeriz, ahora el paseo es muy agradable, el viento amaina un poco. Ahora disfrutamos de una buena charla a medida que nos acercamos al pueblo que se nos muestra muy brillante, iluminado por un sol que asoma entre voluminosas nubes que parecen apartarse.
Y llegamos de nuevo a nuestro punto de partida después de haber caminado 19 km. Parajes del bajo Odra donde cruza con el Camino. Parajes fríos, ondulados, demasiado solitarios y —desde luego— hermosos.