Hoy la excursión no la hicimos ni andando ni en bicicleta. Hoy pretendíamos sobrevolar el Duero en el globo aerostático Rigodón; flotando sobre su ribera de chopos y alineados sobre su vereda de aguas tibias y verdosas hacia donde nos llevaran los vientos.
Para navegar en globo hay que madrugar, parece ser que de esa forma se aprovechan mejor las circunstancias atmosféricas. Así que, aún de noche, asistimos al inflado y puesta a punto de la aeronave mientras llegaba el alba.
Tras las correspondientes advertencias de seguridad y sin apenas sentirlo comenzamos a elevarnos con suavidad. Del cercano Duero solamente divisábamos sus alamedas entre las brumas del amanecer, mientras que el castillo de Peñafiel se empequeñecía a medida que ascendíamos.
Sin turbulencias el globo comenzó su desplazamiento… alejándose del río. ¡Nuestro gozo en un pozo!… ¿o no?
El globo, tras sobrevolar Peñafiel, tomó rumbo hacia el hermoso valle del arroyo Botijas. Disfrutando de las vistas excepcionales dela villa y sus castillos, el nuevo y las peñas del viejo. El piloto, demostrando su destreza, subía y bajaba el globo buscando las corrientes favorables para deleitarnos con un vuelo rasante sobre los campos junto al Botijas en el que llegó a acariciar con la cesta las cebadas que ya dobladas esperan a la cosechadora.
De nuevo ascendió sobre los páramos. Allí nos reencontramos con el pico El Torruelo, uno de los más “altos” de Valladolid (911). En ese momento el sol asomaba sobre el horizonte brindándonos su dorado amanecer entre las nubes.
Con habilidad el piloto manejaba los quemadores. Ascendía y descendía, también lo giraba. Mientras los excursionistas disfrutábamos de las hermosas vistas de campos y pueblos, de viñas y más viñas en el valle y en los páramos. Cuando volábamos alto lo hacíamos sobre buitres sorprendidos y cuando se acercaba a la tierra lo hacíamos sobre livianos corzos que brincaban en pequeñas manadas.
Y así sobrevolamos Mélida, con sus Bocas y sus viejos lagares en ruina. Después sobre Olmos de Peñafiel, allí observamos la iglesia de Santa Engracia, con su gracioso arco, recibiendo ya los primeros rayos del sol. Finalmente llegamos hasta Castrillo de Duero donde saludamos al Empecinado que nos miraba desde la plaza. Personas trabajando en los majuelos; otros, caminantes tempraneros; pastores preparando su rebaño para salir. Todos madrugadores y diminutos. Justo como lo debemos de ser nosotros para ellos.
Fue pasado Castrillo dónde el piloto decidió tomar tierra controlando la vela, sus válvulas y los vientos. Y lo hizo mansamente sobre unos campos empapados por las tormentas del día anterior haciendo que, el breve paseo que hubo que dar, hasta el camino cercano, fuera la parte mas dura de la aventura debido al pegajoso lodo en que se hundían las zapatillas.
Poco habíamos visto del Duero pero poco importaba ya ese detalle. Lo importante ahora era el recuerdo de las sensaciones. Volar, flotar, amanecer…. y allí mismo almorzar, justo hacia donde nos quisieron llevar los vientos.
Un afectuoso saludo a Rober, de Vallaglobo, y a su equipo por su profesionalidad y simpatía.
Una excursión muy recomendable.