El verano ha llegado pronto y tanto el Duero como el Pisuerga se han calmado; dejando atrás las fuertes corrientes y crecidas con que nos han obsequiado esta primavera. Parece que es momento para acercarse al río en busca de sosiego y frescor.
Entramos en el Duero sin embarcadero, sobre el azud de Villanueva, entre barro y cerradas espadañas que conseguimos apartar. Ya en el agua ajustamos la impedimenta y comenzamos a palear Duero arriba con un vientecillo molesto que nos deriva hacia estribor.

Tras coger un ritmo suave aparece la entrada en el Duero del Adaja, la cruzamos y sabemos que estamos a la altura de Aniago pero no podemos ver ni siquiera su espadaña; vamos encajados en el río entre frondosas riberas que jalonan nuestro paseo. Vemos el río como lo debieron ver los monjes de la cartuja hace varios siglos o los pescadores que antaño vivieron de aquellos peces que ya no están. Pero también, en contrapunto, aparecen cables que cruzan el río y algún plástico que flota bamboleante sobre el agua para recordarme en que siglo estamos y despertarme de ensoñaciones.

A medida que avanzamos el viento se calma, la corriente es asequible y la temperatura deliciosa. Aparece un águila que escudriña, se levantan varios milanos y se mezclan todos con una bandada de martinetes que vuelan a sus quehaceres.
Ya escuchamos el rumor de la pesquera de Geria y, al doblar un recodo, la vemos más allá de las mejanas que separan el Duero del Pisuerga.

Avanzamos por el Duero y rodeamos las isletas llegando a la punta de Pesqueruela. Ahora estamos en el fragor de la cascada y las olas nos zarandean con suavidad. Estamos en los último metros del Pisuerga y cambiamos de sentido, nos dejamos llevar y vamos ya río abajo. Un momento relajante y delicioso. Ahora el Pisuerga descansa y el Duero puede alardear.
Emprendemos el regreso, el Sol va cayendo y las sombras avanzan sobre el río. Ahora el esfuerzo es menor y seguimos disfrutando del anchuroso río y de su pajarería que no cesa de alborotar. No fijamos en sus riberas; son selvas salvajes sin playa alguna. Apenas aparecen un par de lugares de posible desembarco.

De vuelta entramos unos metros entre las inaccesibles riberas del Adaja hasta que se estrecha y es necesario esquivar postes secos y garranchos. Mejor volvemos al Duero.
Y volvemos hasta al largo azud de donde partimos, donde antaño hubo aceñas y después se construyó la toma de aguas para el Canal de Tordesillas, hoy abandonada. Junto a la presa buscamos la orilla junto a algunos patos que acompañan a la barca sorprendidos.

La encontramos finalmente y sacamos las barcas del río cuando el Sol ya se esconde. Solamente los brazos —algo cansados— no parecen haber disfrutado tanto de estas dos horas largas de relajante paseo.

Observamos la foto de abajo y cualquiera de las de arriba…
¡Hay que ver como han cambiado las riberas en un siglo y que poco tarda la naturaleza en ocultar nuestro paso! Antaño las arboledas taladas para leña y los pastos consumidos por el ganado; son costas anodinas, vacías y polvorientas. Ahora son frondosas, inaccesibles y capaces de albergar una nutrida fauna. Las aguas, por el contrario aún tienen que cargar con tantos desechos y vertidos.
Y tanto aguas como riberas adaptarse sin remedio a extrañas faunas y floras que lo colonizan y que no habrá forma de erradicar.
Aquí, en wikiloc, os dejo el recorrido

Foto portada de esta entrada: Federico Sanz Rubiales