Esta vez encontramos en Villadiego un lugar a salvo de los avisos por mal tiempo que amenazaban muchos lugares de nuestra cuenca. Allí comenzamos a rodar con una temperatura más que agradable y cielos salteados de nubes blancas.
Tomamos el valle del río Brullés, un pequeño afluente del Odra que, a pesar de encontrarnos en septiembre, se niega a secarse del todo. Fuimos recorriendo sus laderas y encontrándonos con su pueblos, todos dependientes del enorme municipio de Villadiego.
Pasamos junto a Arenillas, después por Villalibado, Villaute y Melgosa de Villadiego hasta llegar a Brullés. Pueblos diminutos con cierto encanto y mucha añoranza. Todos unidos por el amplio valle que forma el rio que los enlaza como a las avemarías de un rosario y cuyos templos nos muestran, como si fueran mapas temporales, la intrahistoria de su existencia: su emergencia con el exquisito románico; después sus orgullosas transformaciones a medida que las poblaciones crecían adaptándose a las modernidades del renacimiento y barroco; y que, ahora, vemos como se van desmoronando sin remedio.
En Brullés dejamos el arroyo y nos dirigimos hacia el Norte adentrándonos entre lomas desnudas de tierras rojas y piedra caliza. Así llegamos hasta el pequeño desfiladero de El Butrón, muy incómodo de rodar debido a la piedra suelta pero hermoso de contemplar. Sus afloraciones calcáreas y verticales nos avisaban de que entrábamos al Geoparque de Las Loras; otro mundo.
Arriba, al final del estrecho barranco apareció firme y desafiante la iglesia del despoblado de Icedo. Nos acercamos a curiosearla. El abandono del lugar trajo consigo su ruina; las inclemencias derribaron su cubierta y la vegetación se coló entre sus vanos y oquedades. Finalmente llegó lo humano: el saqueo que ha dejado mutiladas sus partes y el vandalismo que pretende decorar los restos. Y aún así se nos muestra hermosa.
Desde allí descendimos hasta Villanueva de Puerta rodeando La Majadilla (1068) y disfrutando de un horizonte en el que mostraban las moles inconfundibles de Amaya, Ulaña y Peña Redonda. Abajo, en el valle, junto a Fuencivil, nacía el mismo arroyo Brullés.
En Villanueva de Puerta disfrutamos de sus pequeños puentecillos de piedra sobre el arroyo de la Aceña —afluente del Brullés— y tomamos rumbo hacia otro despoblado: el de Hornicedo.
El camino hacia Hornicedo es bonito y entretenido. Pasamos por el curioso pago de Camposanto de las Burras; dicen que los topónimos están puestos por algo así que, todo esta ya dicho. Después la vegetación se imponía y amenazaba al camino hasta que… ¡vaya! El arroyo del Jarama se cruzaba en el camino y la vegetación no nos permitía rodearlo. Después de una jornada tan tranquila había que mojarse los pies.
Llegamos al despoblado. Su iglesia era víctima de los mismos acontecimientos que la de Icedo. Sus ruinas también son devoradas y solamente en nuestra imaginación quedan sus bautizos, sus bodas y funerales celebrados durante tantos siglos. Sin embargo, el acceso a su fuente alguien lo mantiene limpio de maleza a la sombra fresca de fresnos, avellanos y acerolos. De ella brotaba un hilillo de agua que iba a reunirse con el arroyo por un fino regato en el que brincaban las ranas.
Aunque el calor “picaba” no había síntomas de lluvia, las moscas dejaron de molestar y una alfombra de grama y trébol nos recordó que era la hora del almuerzo… y de poner al sol un rato las zapatillas.
A partir de aquí bajamos junto al río Grande, también afluente del Brullés. Paramos junto a una hornacina de piedra que albergó a San Antón y después en el paraje junto al cuidado molino de Villabilla que lucía un espléndido huerto junto al socaz.
Y por el valle del Rio Grande fuimos dejando las rocas para regresar al páramo que alternaba rastrojos y girasoles. Visitamos Villalbilla, Tablada y Barruelo de Villadiego.
A la vista de lo que encontramos ¡qué hermosos caseríos debieron de lucir!
Cuesta abajo regresamos a un sorprendente Villadiego que se nos muestra como una auténtica capital comarcal, llena de monumentos y curiosos soportales —algunos dobles— y, a su cobijo: bares, tiendas tradicionales… incluso bancos, si claro.. ¡bancos de dinero!
No acabamos aquí la excursión. Ya de regreso con el coche y, ¿Cómo no? siguiendo al río Brullés, hicimos un par de paradas aprovechando la coyuntura, como se solía decir. Una en la imponente iglesia de Santiago en Villamorón que no conocíamos y otra en el arco de San Miguel de Sasamón, que sí conocíamos, pero que parecía un buen momento para tirar unas fotos.
Y vuelta a casa donde…. ¡vaya! parecía que sí llovía, eso está bien.