Aparecimos por Amarante con ganas de dar un paseo y a ello nos pusimos aunque nos costó. Quizás fuera un error fue comenzar por el puente de San Gonzalo. Allí estuvimos un buen rato enredados en el idílico paisaje que genera el rio Támega remansado, el puente y sus monumentos seductores que no había manera de abandonar.
Finalmente lo conseguimos cruzando las enormes y robustas “poldras” de granito que cortan el río y permiten el paso hacia los restos de sus aceñas. Remontamos después la ribera y entre las calles del pueblo encontramos una vieja estación ferroviaria abandonada. Sobre el lecho llano del ferrocarril se ha creado una eco pista que tomamos para abandonar la villa y recorrer sus campos.
A la sombra de robles, pinos, castaños y eucaliptos fuimos remontando suavemente el hermoso valle de casitas dispersas, huertas, frutales y viñas en espaldera que, ya impacientes, esperan su vendimia. Más allá del valle la austera grandiosidad de la sierra de Marão nos marca el telón de fondo al grandioso escenario.
Túnel en la Ecovía del Támega— Bom Día!
— Buenos días!
Nos vamos cruzando con gentes que suben y bajan caminando o en bicicleta. La buena costumbre del saludo se conserva.
Cuando tuvimos sed una fuente nos ofreció sus aguas. Más tarde hizo calor y con la ayuda de trincheras y túneles se disipó y cuando desaparecieron los monumentos apareció el pequeño apeadero de Gatão: armónico, colorido y coqueto como pocos edificios ferroviarios hemos visto. Todo funciona, no hay pintadas, está limpio.
¡Qué contraste con el abandono endémico que solemos encontrar Duero arriba, en la meseta!
Dejamos aquí la eco vía para acercarnos de nuevo al Támega. Ahora por caminos adoquinados que suben, bajan y comunican un sin fin de viviendas cuidadas y dispersas por el valle entre cultivos.
El calor va apretando y las sombras no abundan… hasta que nos acercamos al río.
Es ya casi mediodía cuando damos con la playa de Dos Poços. Irremediablemente hay que tomar un baño en las aguas limpias y frescas del joven Támega, saltar desde alguna roca y descansar después tomando una cerveza en el colorido chiringuito, que de todo hay por aquí.
Seguimos por el rio hasta llegar al mercado de la ciudad al que llegamos cuando ya se recogen los puestos. En un pequeño pantalán forman atracados una hilera de ingenuos patines de dragones y cisnes que pintan de color y alegría infantil la sobriedad del río.
Llegamos de vuelta a Amarante y visitamos el monasterio. Entre los sombríos dorados de la iglesia barroca encontramos el colorido sepulcro de São Gonçalo junto al altar. Tenemos la tentación de pedirle algo que para ello figura a la altura de San Valentín o incluso más, pero desistimos. En verdad nos sentimos queridos y respetados y sería demasiado acaparador pedir más. Mejor dejamos que sus esfuerzos vayan para personas más necesitadas como las que han tenido que depositar allí sus ofrendas en prueba de agradecimiento.
Como hemos andado poco aún tenemos el antojo de subir hasta lo alto de la torre. La subida fue llevadera pero fue justo llegar arriba, al campanario, cuando tres de sus enormes campanas repicaron en estéreo para tocar los cuartos dejándonos paralizados. Aquello paró pronto pero nos dejó aturdidos sin tener claro si fue más el susto o el estruendo. Bien nos podíamos haber ahorrado la escalada de sus 115 escalones.
Seguimos nuestro paseo por la Rua 31 de Janeiro, justo hasta que tenemos la suerte de encontrar una mesita vacía de una pequeña tasquinha en la misma calle. De aquí no pasamos: presunto, salpicón, queijo y viño verde. Mientras la gente pasa…
¡Bueno, la verdad es que después de una mañana así, bien podría acabarse el mundo!
Aquí, en wikiloc, os dejo el track. 15 km, muy fáciles