…/… 1ª Parte en la entrada anterior
Si recordáis habíamos “escalado” por la mañana la mole de Peña Amaya. Ahora, después de recuperar fuerzas, comenzábamos en Fuenteodra una ruta en bicicleta en la que nos proponíamos subir hasta otro mítico lugar: la Peña Ulaña, después rodearla y finalmente regresar

Comenzamos primero por visitar las fuentes y cascadas que abundan donde el Odra rompe la pared de la Peña del Monte por la que desciende como un diminuto regato. Allí nos acercamos hasta el Pozo de los Aceites, hasta el manantial de Manapites y a la Cascada de Yeguamea increíbles parajes que encontramos secos excepto en algunas pozas de límpido color aguamarina; quizás para recordarnos que todos estos lugares en algún momento formaron el fondo de un mar. Un lugar para disfrutarlo con lluvias recientes aunque tampoco en seco defraudan, la verdad.

Por hacer las cosas más difíciles tomamos una senda en La Lorilla por la que llegamos a la BU-621 que nos llevo hasta Humada, justo al pie de la Peña. Allí, junto al puente del arroyo de San Martín, cuando disfrutábamos frente a nosotros de la poderosa vista de la montaña, un variopinto grupo de perros que cuidaban un rebaño encontraron entretenimiento en perseguirnos para ganar su prestigio y su pan, como suele suceder con más ruido que otra cosa. Recorremos Peña Ulaña por su base por el precioso camino de Carrahedo festoneado de flores blancas de los endrinos en flor y donde abundan los regatos y fuentes que caen de la misma peña hasta San Martín de Humada. Y fue a partir de aquí donde nos enfrentamos a la penosa ascensión en la que nos detuvimos demasiadas veces a hacer fotos o, más bien… para coger aire.

Y llegamos arriba. Queríamos conocer su conocido secreto y nos acercamos hasta el lugar donde se dice que albergó el mayor castro prerromano de Europa. Al igual que en Amaya nos preguntamos por los miedos que llevaron a estas gentes a habitar estos parajes tan desaboridos. Y, a la vez, comprender la tranquilidad que debía de suponer vivir rodeado de farallones de 60 metros. Solamente vemos lapiaz y, con imaginación, los restos de algunos muros, cimientos e incluso calles. Queremos adivinar lo que pudo ser una charca y por los alrededores vemos restos de un chozo y algunos pinares que prosperan abiertos a los vientos. Nos asomamos también al cantil norte para sentir el vértigo del vacío y finalmente descender con precaución de la inhóspita meseta.

Tras el reto venía otro más. Queríamos volver por el lado opuesto y para ello teníamos que remontar el paso del Portillo del Infierno sin estar seguros de que fuera ciclable. En todo caso la fuerte pendiente se encargó de que buena parte de la subida la hiciéramos caminando pero con la sorpresa de que, al menos, había camino. Una vez en el estrecho collado encontramos una vacada pastando apaciblemente sin que parecieran emocionarse de las hermosas vistas. Nosotros bajamos sus laderas por el sur y nos acercamos a conocer Los Ordejones: San Juan (Ordejón de Arriba) y Santa María (Ordejón de Abajo). Lugares habitados durante miles de años y ahora a punto de vaciarse. Entre ellos despunta la «apetitosa» peña del Castillo que nos parece un suflé recién sacado del horno.

Por la ocurrencia de alguno, aunque cansados, nos acercamos también hasta el remoto Congosto. El pueblo, junto al río Odra ya consolidado, tiene una cómoda entrada pero no había prevista salida hacia dónde nos dirigíamos: Villamartín de Villadiego. Finalmente, con la ayuda de un anciano que cuidaba su huerta, junto a su coqueta iglesia encontramos algunas sendas que poco a poco se fueron convirtiendo en un camino muy agradable de pedalear a pesar de que la fuerzas ya estaban muy menguadas. Aún así disfrutamos de un hermoso atardecer tras la Peña Amaya rodando entre los agrestes relieves del pequeño desfiladero de Piscárdanos, un lugar por descubrir.

Y ya en Villamartín por un buen camino, casi en descenso, nos dirigimos hacia Fuenteodra. El sol se escondía después de una larga jornada entre la Peña Amaya y Albacastro dejando ambas moles en oscuro contraluz. Al llegar, casi agotados, recogimos los bártulos mientras repartíamos una mandarina que había quedado despistada en la mochila.
«Dicen que el mundo se acaba» cantaba Antoñito Molina cuando montamos al coche….
