Quizás ayer no fuese el día indicado para disfrutar del campo y la bicicleta. Una borrasca, de esas con nombre propio, cruzaba la cuenca del Duero dejando a su paso agua, viento y frío. Y a veces todo a la vez.
Aún así decidimos salir. Buscamos un lugar donde protegernos en lo posible del viento y del barro y lo encontramos en los pinares morañiegos entre los ríos Adaja y Arevalillo. Sus pinos nos protegerían del viento y sus suelos arenosos del barro.
En la ciudad de Arévalo, cuando comenzamos, no había un contenedor en pie por las calles. Tomamos nota.
Comenzamos a rodar por lo alto del valle del Adaja dónde la línea de álamos, sauces y fresnos ponía detalles dorados entre los campos y pinares verdes.
El viento arreciaba pero nos daba de costado. La lluvia se sumó al paseo y de ella si que no había forma de protegerse. Llegaba horizontal y como balines las gotas golpeaban en nuestra cara.
Aún así tratamos de disfrutar de esta naturaleza salvaje. Un medio en el que los humanos deberíamos ser capaces de desenvolvernos mejor aunque muchos hayamos perdido la costumbre.
El pinar, monótono, alternaba más negrales que piñoneros. Estaba empapado, sin contraste. Piñas y ramas caían con frecuencia dejándonos aviso del peligro y sobre el camino se iban acumulando los charcos que ya nos daba igual evitar.
Quisimos acercarnos hasta el mismo Adaja por uno de sus accesos pero era imposible descender con las bicicletas que se hundían en el lodazal. Lo hicimos caminando sobre matojos y hojarasca y llegamos hasta un río que bien podría bajar violento, inundando el valle y arrastrando leña pero tiene que primero hacer sus deberes; y ahora es necesario llenar embalse de Las Cogotas para poder regar en verano. Por ello baja flojo, revuelto y encajado disciplinadamente en su cauce.
Seguimos recorriendo los pinares bajo el continuo chaparrón. Al menos aquí las bicicletas podían moverse. En los tranzones jóvenes negrales mostraban sus cicatrices sobre los potes de miera que rebosaban. Es tiempo de recogida, pero no hoy. Hoy no encontramos ni animales. ¿Dónde se habrán metido los corzos y las ardillas?¿Dónde estarán los busardos y las comadrejas? Hoy hasta las setas se agazapan más de lo habitual y solamente algún pardal despistado echa a volar de entre alguna escoba.
Giramos hacia poniente y el temporal pegaba fuerte de cara haciéndonos complicado y duro el avance. Los guantes se habían calado y las manos estaban congeladas. Apenas éramos capaces de manejar los cambios. En estas condiciones avistamos, ¡por fin! El Bohodón y aún tuvimos el humor de visitar el hermoso bodón que lo da nombre.
No encontramos bar, ni a nadie por las calles para preguntar. Pero había que buscar un refugio y recomponerse.
Y lo encontramos en la funcional y fría parada del autobús junto a la ruidosa carretera. Su techo nos protegió de la lluvia y sus vidrios del viento. Pudimos almorzar con rapidez con la compañía del frío y la humedad y, enseguida, reanudar nuestro camino en dirección a Tiñosillos con la esperanza de encontrar un bar para tomar un café bien caliente..
Al menos había dejado de llover. Ya solamente el frío y el viento nos seguían machacando.
Esta vez no buscamos el mudéjar, tampoco palacios o fuentes ni ningún otro punto de interés. Esta vez fuimos en busca de un bar que afortunadamente existía. En la puerta alguien me ayudo a quitar el casco. Mis dedos ateridos eran incapaces de soltar el cierre.
– Anda, entrar dentro que hay una buena estufa. ¡Vaya día habéis cogido!
Eso era más de lo que queríamos oír. ¡Una estufa!
Si a Don quijote la venta de Juan Palomeque le pareció castillo a nosotros el acogedor bar de pueblo El Volante nos pareció el Gellért. Tal fue el bienestar que sentimos al entrar.
Un par de docenas de personas se distribuían entre corrillos en la barra, un par de partidas y alguna tragaperras. Todos nos miraron con más compasión que curiosidad al entrar mientras nosotros tomábamos la estufa al asalto.
Pero hubo más. Café caliente y chupito por supuesto, además de ánimos y conversación. Estaríamos cerca de una hora calentándonos y secando guantes y zapatillas. Y bien que nos costó ponernos en marcha.
Aprovechando un rayo de sol suelto volvimos a los pinares. Seguía sin de llover y algo nos habíamos recompuesto; pero era tarde y faltaban kilómetros. Tomamos parte del Camino de Santiago de Levante y parte de la Cañada Real Leonesa Oriental. Incluso visitamos al río Arevalillo que por primera vez lo hemos visto discurrir con agua corriente. El viento seguía fuerte, pegando de costado fuertes meneos a las bicicletas y el frío aumentaba a medida que caía la tarde. De forma que sin demasiado entretenimiento seguimos entre los pinos hasta que por fin llegamos de vuelta a un Arévalo vacío en el que solamente cardos corredores cruzaban veloces las calles y un enorme chopo arrancado de cuajo por el vendaval esperaba a las motosierras sobre la acera levantada.
Volvemos al coche y con precaución a la carretera. El viento sigue pero nosotros ya estamos entonados. Un camión volcado y retorcido yace en la cuneta. Nos proponemos ser más prudentes en adelante; a ver si lo conseguimos.
A pesar de todo nos salieron 50 km. Aquí nuestro track y nuestro agradecimiento al Bar Volante y a sus parroquianos.