En Cabezuela arrancamos nuestra jornada cuando el elegante reloj de su ayuntamiento marcaba las 10.30. Hoy con la incertidumbre que indicaba el otro tiempo: el meteorológico. No por el frío y el viento que estaban bien instalados, sino por la lluvia: había un 50 % de probabilidad de precipitación y, aunque lo nuestro no es rodar bajo las gotas, había que arriesgarse.
Tratábamos de evitar las molestas y cercanas arenas pinariegas que tantas desazones nos han causado. Recorreríamos paisajes ásperos entre la raya de la Tierra de Sepúlveda y la de Pedraza entre las que encontramos un Cega sorprendente y … desatado.
Y así de Cabezuela nos movimos hasta Puebla de Pedraza por tierras llanas y desnudas bajo un cielo enjironado. Después tomamos rumbo hacia Rebollo y luego a San Pedro de Gaíllos; durante el camino siempre embarrado y a veces encharcado muchos arroyos y regueras colmatadas.
Justo al salir de Rebollo los restos de la ermita románica de la Virgen de las Nieves nos hizo detenernos para comprender que en este lugar tuvo que haber un pueblo a la vista de los que queda del lindo templo que ahora es cementerio.
Llegamos a San Pedro de Gaíllos, un pueblo grande de iglesia porticada y museo de paloteo. Apenas nadie en sus calles que abandonamos hacia otra ermita en ruinas que también es despoblado: la de Santiago. Entre sus vanos de calicanto pudimos observar un hermoso y diáfano paisaje de tierras entre pardas y verdes, borrachas de agua y entre las que algunos almendros, siempre acelerados, amenazaban ya con florecer.
No llovía aunque los cielos, con vida propia, mostraban la fuerza y la pasión de un cuadro de Zuloaga. Nosotros seguimos hacia el pueblo de La Matilla bien asentado sobre un zócalo junto al arroyo Reguera. Descendimos el vallejo para dirigirnos hacia Valleruela de Pedraza sobre un cantil que recorrimos acompañando a su pétreo viacrucis entre la ermita y la iglesia
Y por ese cantil, jalonado de enebros, seguimos, bajándolo entre la impresionante arenera de Tejadilla. Allí almorzamos. Apoyados en una trasera al sol que nos protegió del viento y de las únicas gotas que nos cayeron en todo el día. Un par de gatillos se apuntaron al convite venciendo sus miedos a menoscabo de su hambre.
Reanudamos nuestro viaje por el valle. Entre robles y encinas nos fuimos acercando a un Cega que primero lo escuchamos y después lo encontramos sorprendiéndonos su gran caudal. Bajaba desbordado anegando su ribera. Sus choperas se convertían en gigantescos arrozales y sus caminos en canales, a veces y a la fuerza “navegables” para nuestras bicicletas.
Y allí junto al Cega encontramos un tercera ermita en ruinas. Era la de las Santas Justa y Rufina. Su cabecera aún soporta con dificultad la bóveda y bajo ella algunas sepulturas dan cuenta de su uso reciente.
Pasamos Pajares de Pedraza y seguimos junto al rio. Subiendo y bajando y a veces caminando con una bicicleta tan pesada por los barros como ya lo estaban nuestras piernas. Pero la imagen del Cega embelesaba, seducía y nos hipnotizaba: limpio y veloz, a veces fulgurante, inundaba su cauce natural, invadía caminos y se golpeaba contra los puentes. Avanzaba desatado en busca de las arenas hacia el Duero.
Junto a la ermita de la Virgen del Carmen lo dejamos y con el crepúsculo llegamos de nuevo a Cabezuela tan cansados que ya no miramos la hora en su bonito reloj en el frontón de su ayuntamiento.
Y aquí dejamos el enlace a la ruta